Resulta que faltan pocos días para unas elecciones en las que un partido de ultraderecha puede lograr ser tercera fuerza en España.
Y así, de golpe, entra el pánico y las prisas. Las manos a la cabeza, la desesperación, las llamadas urgentes al voto útil para frenarles y la habitual táctica de llenar las redes sociales de ataques a «esos fachas».
Entras a leer tweets, posts en Facebook, artículos y todos están en lo mismo. Hasta se aplaude -desde la izquierda- a Aitor Esteban por no darle la mano a Espinosa de los Monteros. Una y otra vez leemos «que al fascismo ni agua», «no se debate con fachas», «se debe ilegalizar a la ultraderecha», «no deberían tener espacio en los medios»,… y un largo etcétera.
Pero resulta que los ciudadanos que han dado el paso de votar a VOX lo han dado sabiendo que en Twitter les llaman fascistas, que son mediáticamente la denominada ultraderecha, que son clasistas y todo eso a pesar de haberles visto poco o nada en televisión.
Parar a Vox obviando su existencia, silenciándolo, negándole la presencia en un debate o -ya en el extremo- ilegalizando el partido es como vencer a una enfermedad negándose a hacerse los análisis pertinentes, no tomándose la medicación para no aceptar su existencia o prohibiendo por ley que las enfermedades maten.
Puestos a seguir con el simil, de lo poco efectivo que tenemos es la vacunación. Y eso lleva tiempo.
Hay que empezar con un calendario de vacunación desde una edad temprana, ofreciendo dosis controladas de su populismo (y de otras versiones igual de peligrosas) y entrenando a nuestro cuerpo a generar argumentos y valores que impidan la propagación del virus. Construir una moral sólida, unos principios de solidaridad entrenados y puestos a prueba…
Hay que estar en contacto con ellos, conocerlos y debatir primero en entornos seguros en vez de encerrarnos en grupos de amigos (reales o en Redes Sociales) donde sólo se piensa lo mismo. Aquello de leer otros medios o escuchar otras radios ayuda. Si surgen dudas, toca volver a repasar textos clásicos, salir de viaje, conocer otras realidades. Pero no obviarlos ni quedarnos en un mero señalamiento. Decir «son malos» es tan efectivo como decirle a un niño que no toque algo. Todos sabemos como acaba.
De la misma forma es fundamental no pasarse, no acabar en el misticismo de la maldad absoluta. Porque, ahora sí, disculpen el simil usado, no es una enfermedad que mata. No es el mal absoluto formado por gente malvada que quiera acabar con todo.
Esa descripción, esa reducción al absurdo es -y vuelvo- como tomar antibióticos para parar un virus. Lo único que se logra es fortalecerlo.
Vox se basa en verdades, sobre las que construye su realidad interesada. Señala problemas reales y aplica soluciones simplistas señalando enemigos externos. Pero tanto las verdades como los problemas que señalan existen.
Su éxito, por tanto, no es la maldad intrínseca, es la ausencia de respuestas mejores para dichos problemas o la incapacidad para haber sabido explicar de forma convincente respuestas más complejas y efectivas.
Hay que reconocer los problemas y hay que evitar una política rápida, irreflexiva, donde el titular breve copa y tapa un análisis profundo. Más claro; debemos dejar de jugar en su campo y con su balón.
Hay que tener la pelota. Posesión, y que corran tras ella en vez de ir al contacto directo en cada jugada. Va a salir un partido más aburrido para las televisiones, eso seguro, pero nos van a meter menos goles.
Por último, hay que ser firme pero respetuoso. Porque si dejamos de dar la mano a quien no deja de ser un vecino, otro español, un compatriota, estamos separándonos y ahí nos vuelven a ganar. Odiar nos viene fatal, debilita nuestras defensas y su discurso en cambio se refuerza. (Ya saben; el desconocimiento del otro lleva el miedo y… el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento y el sufrimiento lleva al lado oscuro)
No son enemigos, ni esencialmente malas personas. Asumamos que quieren lo mejor para este país, como el resto. Hablemos más, mucho más. Sin parar. Hagamos más preguntas, pidamos más respuestas.
¿Cómo harían ustedes eso? ¿Y si siguen saltando el muro de 25 metros de altura en Melilla qué hacemos? ¿Y cómo garantizamos la cobertura sanitaria universal? ¿Si no damos asistencia a los inmigrantes no acabará siendo más costoso por propagación de enfermedades, acceso a urgencias, etc? ¿Cómo van a definir quiénes pueden entrar y quienes no? ¿Qué van a hacer con quienes se sienten nacionalistas y respetan la Constitución? ¿Y si entre todos los españoles queremos cambiar lo que es España?
Se me ocurren infinitas preguntas. Muchas de ellas no me las han podido responder nunca porque en demasiadas ocasiones dicen barbaridades que no se sostienen con un mínimo de debate. Pero indignarse ante una barbaridad y no contestar por suponer que se responde sola o porque nos sintamos «manchados» por tener que considerarla es dejarla en el aire, flotando hasta los oídos de quien, tal vez, no sepa responderla.
Y claro, tengamos nosotros respuestas sin obviar los problemas, sin negarlos y sin miedos a la corrección pública. Como tener una izquierda que hable de España con orgullo, por ejemplo. No sólo de lo maravillosa que es nuestra Sanidad pública, ni lo buenos que somos en donaciones y transplantes. También una que defienda su historia, reconozca su pasado y dé el valor de ser español a quienes lo son y a quienes quieren serlo.
Asumir que en cosas tienen razón, tener buenos amigos de Vox o tomar unas cañas no es «normalizar el fascismo», ser «colaboracionista del mal» o cosas parecidas. Es poder plantearles otro punto de vista, es mostrarles otras realidades y soluciones y hasta demostrarles nuestra oposición a lo que proponen por el daño que podrían hacer.
Porque estamos todos en lo mismo. Porque al final queremos cosas simples como ver más a nuestros hijos, mejorar en el trabajo, vivir mejor, quedar con los amigos, jugar un partido, tomar una copa el viernes… y si hay cosas esenciales que nos unen y las fortalecemos, les costará más incidir en lo que nos separa y aprovecharse de ello.