Su primera experiencia con las armas no había sido buena. Fue su padre quien le animó a probar, a que notara el peso, a que sintiera lo que era tener tal poder en sus manos.
No llegaba a los diez años y, jugando con ese poder, apretó el gatillo. No hubo orificio de salida porque la bala chocó con una vértebra. Desde entonces su padre iba en silla de ruedas. A ninguno les quedó trauma, ni queja, ni culpa, por difícil que parezca.
Tampoco fue la última vez que tuvo esa pistola en la mano. No quedó maldita. !Qué culpa tendrá la pistola! dijo su padre cuando preguntó si por lo que había pasado debían tirarla.
Eso sí le perturbaba. No se sentía responsable por aquel primer disparo -aunque lamentara cada día la mala suerte que lo guió-, pero le desconcertaba que su padre jamás pensara en las armas como objetos peligrosos. Eso no había logrado heredarlo, pero a su padre no le importaba.
Sabía que a él le bastaba con disfrutar por las tardes en el campo de tiro o de sus escapadas de fin de semana al campo sin más excusa que la de disparar a latas, árboles, algún que otro pájaro.
Se hizo policía para tratar de arreglar aquel sentimiento que no entendía. Era hijo de su padre pero se sentía más seguro cuando no tenía ningún arma en la mano. Más todavía cuando nadie la tenía cerca.
Tras años de entrenamiento logró ser suficientemente rápido y realmente preciso. Pocos podrían ganarle en un duelo, pero seguía sin sentir la seguridad que supuestamente daba esa carga en la cadera.
No le dejó nunca el arma a su hija. No le habló del poder que daba, de la supuesta protección que prometía. De haber seguido vivo su padre sin duda le hubiera recriminado esa actitud, contraria a la costumbre familiar.
No tenía ningún miedo a repetir el pasado, no creía que fuera a pasar lo mismo. Simplemente quería evitar a su hija la sensación de no poder ser como su padre, de que le faltase algo. Como le había ocurrido.
Le fue imposible comprobar si llegó a lograrlo. No pudo saber si acabó también como policía o si rompió la saga familiar. Tampoco si tuvo que vivir con un trauma que él nunca tuvo, gracias a su padre.
Sonó con muchísima fuerza. Probablemente las paredes de la casa hicieron de caja de resonancia. Allí estaba, al fondo del pasillo, con su sombrero vaquero. Tenía las piernas abiertas, con una buena pose aunque sin las rodillas flexionadas y con los brazos estirados, temblorosos sobre su rostro de pánico. Mal gesto para ser el último que ves.
No fue capaz de decirle nada, tenía la garganta inundada, pastosa, colapsada. Deseó que al menos no le hubiera reprochado nada con su mirada.