Lo pintaba

Un cuadro imposible de terminar. No había manera.

Gastó colores en enteros para no conseguir más que grosor innecesario. Del cuadro no salía nada, solo sobresalían los errores.

Aquel paisaje desaparecía a medida que lo plasmaba en el lienzo, no le permitía volver atrás. Una pincelada a un árbol y se caían sus hojas, añadía el detalle de un pequeño pájaro en el cielo y no volvía jamás una nueva bandada.

Cuando estuvo a punto de terminar el brillo del agua del lago – seleccionando cuidadosamente dónde dar esas sutiles pinceladas de blanco-, ante sus ojos apareció un desierto, con un viejo pueblo en ruinas. Debía haber estado sumergido años, no lo quería pintar.

Le daba miedo pintar el verde. Le gustaba demasiado como para atreverse a perderlo. Si sus ojos se fijaban en algo, cuando sus manos pasaban por allí, se transformaba.

En su memoria apenas quedaba ya un reflejo fiel del paisaje que empezó a pintar.

Hubo una vez que logró esbozar sobre el lienzo el pequeño camino que recorría la ladera hasta el pueblo. Cuando le puso color, ante sus ojos apareció una autopista asfixiando a una ciudad.

Tal vez, pensó, debería haber tardado menos en ir pintándolo. No se puede estar una vida entera mirando cada mañana por la misma ventana sin esperar que nada cambie.

Se notaban las primeras pinceladas, saliéndose de los bordes, que había dado en sus primeros años. También los trazos más cuidados, más perfeccionistas, de cuando terminó la carrera y encontró su primera novia. Ahora se notaban temblorosos, más apagados. Los objetos estaban peor enfocados y cada vez más grises.

El paisaje siguió cambiando, incluso cuando ya no tuvo a nadie intentando pintarlo.