Lo que más nos iguala es nuestra irrelevancia, lo que más nos separa; la importancia que nos damos.
Es difícil no cometer ese error puesto que desde que nos levantamos somos lo primero que tocamos, percibimos, sentimos. Imposible no sentirse alguien esencial, nos va la vida en ello.
Pero más allá de los límites de nuestra piel, del aire que nuestro cuerpo es capaz de calentar, nuestra importancia se va desvaneciendo milímetro a milímetro hasta la nada.
Somos todos y todas prescindibles. Exactamente igual hayamos nacido con el sexo que hayamos nacido o hayamos crecido en el género que hayamos crecido. De no existir, no pasaría nada.
Nuestra ausencia se nota sólo un tiempo. La de algunas más. Sin ellas, evidentemente, el mundo no sería como lo conocemos, pero habría mundo. Como si desaparecemos nosotros.
Si fuéramos conscientes de esa irrelevancia nuestra, de lo anecdótico de nuestra existencia, comprenderíamos lo iguales que somos.
El más importante de ellos y la más importante de ellas podrían no serlo y todo seguiría moviéndose.
Pero sería diferente. En esa diferencia vivimos.
Aunque somos igual de prescindibles podemos estar de muchas formas. Hoy es día para recordar ese relevante matiz, que determina todo.
Si ellas paran igual no se para el mundo, pero se ve perfectamente cómo sería. El mundo seguiría, pero desaparecerían el 50% de las cosas por las que merece la pena vivir.
Por eso, tal vez, lo mejor sea que dejemos de vernos como hombre y mujeres y empecemos a vernos como seres igual de irrelevantes, prescindibles, casuales, que han tenido la suerte de poder estar a pesar de haber sido una entre infinitas probabilidades.
Puede que tomando conciencia de que lo mismo daría que no estuviéramos, aprovecharíamos para convivir realmente como iguales, construyendo un «mientras tanto» que nos haga felices a todos.
Para que eso llegue, hoy es un buen día para escuchar y aprender.