Con los pies fríos no se puede hacer nada. Es como intentar tener una buena conversación con un mal vino en la copa. Como bailar sin ganas.
No hay forma de abrigarlos. Los calcetines hacen lo que pueden, incluso las botas. Pero un pie, cuando se pone frío, se pone frío. Hagamos lo que hagamos por evitarlo.
Y ahí nos marchitamos, desde abajo. Te sube la indefensión por toda la espalda, notas cada etiqueta de la camisa y la alarma definitiva es ese frío final, de resfriado, cuando la punta de la nariz pierde su calidez.
Somos así de sencillos. Así de endebles. En invierno.
En verano renacemos. Hasta los pies fríos pasan a pujar al alza en las camas.
Al frío nos adaptamos, unos mejor que otros. En el verano somos.
Porque crecemos en el calor, salimos al sol, bebemos con sudor. Y con ganas.
El invierno debería durar lo que dure la Navidad más tres días de nevadas y una semana para esquiar (quién tenga la suerte). Ya. El resto sobra, porque nos consumimos y gastamos. Es carísimo vivir en invierno. Es como de ricos. El verano es mucho más democrático, incluso de izquierdas. Yo, desde luego, las revoluciones en verano.
Diría más, las cervezas saben mejor con calor. Suficiente.