Un Motivo

El tercer día apenas salían ya coches de la ciudad. Lejos quedaban los atascos para cruzar los puentes que seguían en pie, las llamadas de amigos para ofrecer la plaza que les quedaba libre y las insistentes recomendaciones para huir.

En menos de cien horas nada era igual, salvo ella. 

Los planes no tuvieron que cancelarse, nadie excusó no tomar aquel café a media mañana. La realidad desapareció sin tiempo para despedirla, sin un segundo para poder echarla de menos. Aquellos estruendos que reventaron los primeros cristales borraron los reflejos del pasado y quemaron el presente con la urgencia de dejar atrás una vida en riesgo.

Menos para ella. Su vida estaba en unos planes construidos en un mañana al que resultaba imposible ir. No eran planes lejanos, había una boda en ellos. Con fecha, con sitio reservado.

Irían de viaje lejos, todavía dudaban entre Maldivas o España, pero buscando en cualquiera de esas playas un embarazo planeado, preparado, soñado. Su pasado era de esfuerzo, ahorro y horas y horas como becaria, pero su futuro era el motivo de haber pasado por aquello.

¿Para qué?, respondió al último mensaje de su compañera de trabajo, que informaba de los corredores abiertos para aquella tarde. No hubo más conversación. Tampoco quedaba tiempo para convencer, para pensar en el otro, para nada.

Podrían llamarlo estado de shock. Cualquier psicólogo le habría dado ese diagnóstico sin pestañear y hubiera pasado al siguiente caso. Por suerte para ella, ya no quedaban consultas. De querer atención de cualquier tipo, debía cruzar primero una frontera llena de cámaras y periodistas. Debía ir en busca de un futuro que no le interesaba, que no le servía de nada, porque no lo sentía suyo.

Mejor seguir en casa, en el mismo sitio, aunque fuera casi como una decoración, como una pieza más del paisaje de dolor en el que habían convertido todo lo que conocía.

Antes o después volvería la luz, el agua y él. Así había ocurrido los días anteriores, así volvería a ser.

El mismo libro en sus manos, empezado una semana antes de todo, seguía por la mitad cuando el resto era nada, así qué agradeció el momento en el que había elegido uno tan voluminoso, tan difícil de acabar y tan centrado en la ficción de un nuevo mundo en una galaxia de nombre imposible de recordar. Pasar por las páginas en las que John y Ellen sembraban un nuevo huerto tras haber logrado purificar el agua de aquel lago sobre el que siempre había una bruma terrorífica, era huir mucho más lejos de lo que podía ofrecer un coche.

Dos páginas más adelante, Ellen se iba a meter -injustificadamente- en el lago. En ese momento el sonido de las llaves en la puerta rompió su soledad, dejando a aquella viajera del espacio todavía a salvo.

Vio cómo él dejaba el fusil colgando del perchero con la normalidad más absoluta. El rostro agotado que entraba por la puerta, cortado, golpeado y lleno de polvo correspondía a una imagen ya interiorizada. Ahora él era así, de la misma forma que las calles habían cambiado y seguramente su rostro también, pero se había negado a mirarse de nuevo en el espejo.

La luz había vuelto, pero del grifo no salía una sola gota, así que él se sentó junto a ella sin poder borrarse ese maquillaje de caos que las batallas habían dejado en su cara.

Conversaron en otro tiempo ya caduco, inexistente. Preocupados por lo que faltaba en la nevera, sobre los conocidos a los que se había encontrado mientras corría por la ciudad y por la boda. La inquietud se escondió en el temor por, tal vez, tener que aplazar la fecha y por las posibles ausencias, pero sin detallar los motivos de estas. No era negar la realidad, era obviarla por inconveniente.

La televisión no acompañó ese guion de falsa normalidad y nada más encenderla se acercaron, unieron sus manos y las apretaron con fuerza para hacer frente a cada imagen de su ciudad en llamas. 

Ella cerró los ojos más veces de las que quiso y se alegró de sentir por fin dolor, de volver a notar una lágrima incipiente cuando reconoció las ruinas del restaurante donde quedaba los jueves con sus amigas. Mañana es jueves, dijo en alto sin que él reaccionara, sin que dijera una palabra.

Mal silencio. De los que son soledad y tiempo detenido. De esos que provocan que la cabeza se despierte, reaccione y vea las cosas claras de golpe. Los que cambian todo y nos mantienen con vida.

– ¿Y si lo intentamos hoy?

– ¿El qué? – respondió él.

– Tener un bebé.

– ¿Ahora? ¿Mientras caen misiles a dos calles?

– Quiero que tengamos un motivo para irnos de aquí, quiero que estemos vivos y deseemos estarlo. Que tengamos miedo a perderlo todo y que no quieras irte de mi lado mañana por la mañana.

El ruido, el caos, el horror y la destrucción no cesaron. Pero ya sin ellos.