Todo es mucho menos

Hasta los 65 no logró tener  la butaca que siempre quiso, la que había visto en tantas películas malas y en las casas de los amigos de sus padres, cuando era pequeño, frente a una ventana o una chimenea.

Una plaza, orejón, blandito. En realidad se sentía como un trono pero irremediablemente hortera. Las probó de diseño, pero no era lo mismo. Porque no era para leer, ni para ver la tele ni mucho menos para conversar con otros. Era para estar. Y estar necesita poca floritura, sólo facilidades para seguir estando.

Ese lugar para la siesta que tanto tiempo le había costado tener estaba ya, quince años después, prácticamente descolorido y adaptado a sus formas. Donde uno estaba doblado, el otro igual. Esas butacas son pura simbiosis.

Ahora era un espacio de verdadera filosofía. Esos minutos de reflexión, entre terminar la comida y desaparecer en el sueño correspondiente, acumulados, habían formado todo un tratado sobre la vida.

De lo que se arrepentía, de lo que le quedaba y sobre lo que apenas ya soportaba. Tenía claro que había trabajado demasiado y para satisfacciones esencialmente vacías en el tiempo. Haber sido el mejor no le había hecho mejorar al mismo nivel, en realidad casi a ninguno. Toda una vida arriba del todo y ahora le importaba una mierda.

Tuvo mucho, esencialmente todo aquello que ahora no necesitaba nada. En su momento creyó que sí, que más adelante se aprovecharía todo lo acumulado. Pero no, la verdad es que no. Algo el dinero, pero en realidad menos de lo calculado y sudado.

Ahora quería tiempo y ganas, justo aquello que gastó en lograr todo lo que ahora no necesitaba. Un desastre organizativo de vida. No le parecía un mal particular, mas bien algo especialmente extendido.

En cambio, no olvidaba un viaje. Ni el más corto de ellos, ni el más irrelevante. Esos cubrían sus recuerdos con una intensidad mayor que cuando los vivió. La mente, al menos la suya, eran grandes imágenes guardadas, fijas, inolvidables.

Dunas infinitas sobre las que trepaban sus hijos, océanos brillantes en los que entrar tiritando de frío, pueblos llenos de colores con iglesias incoherentes, aquella cerveza en la calle de atrás del Zócalo, ver el sol bañarse desde Oia…

Su conclusión, tras asumir que la misión de su cerebro y su cuerpo era sobrevivir lo máximo posible, era que aquellos y sólo aquellos recuerdos son los que nos mantienen vivos, los que dan sentido precisamente a seguir. No había espacio ahora para recordar cómo ganó su primer millón a pesar de sus intentos, pero sí para esa barbacoa en la cima de una colina en Cantabria, aquel enero abrasador.

Y no era algo nuevo. No era cosa del sofá, ni de los años. Ahora simplemente tenía más tiempo para verlo y entenderlo, pero cuando cerraba los ojos con 30, con 40 o con 50 y no se quedaba inmediatamente dormido por el cansancio, estaban las mismas imágenes.

Eso somos, pensó. Y luego ronquidos.