Al menos le llegaban tres cartas. Una se la daba su madre, otra un amigo de su padre y otra llegaba por correo.
Era una garantía de seguridad, porque las tres eran iguales. Lo importante es que llegaran, siempre, pasara lo que pasara. Incluso esas tres personas tenían instrucciones de ceder el testigo a alguien más si era necesario.
En cada cumpleaños, cuando empezó la universidad, cuando la terminó, cuando empezó su primer trabajo, cuando lo dejó, cuando conoció a su novia, a la siguiente y a alguna más. Suponía que le llegarían también cuando se casara, tal vez cuando se divorciara, cuando tuviera hijos,…
Le sorprendía la capacidad de previsión que había tenido su padre, el nivel de detalle con el que había previsto todo posible paso en la vida y algunos extras más. Tuvo cartas incluso cuando repitió curso, algo que en principio no era lo esperado. Pero llegaron, como si hubiera una para cada posible devenir de la vida, para cada giro, acierto o error.
Realmente funcionaban. El recuerdo de su padre apenas fue necesario porque en realidad siempre estaba. Tal vez estaba olvidando sus gestos, su cara, jugar con él, pero por el contrario no tuvo nunca la sensación de que le faltara.
Se lo contó su madre, pero también lo hizo su padre en una de las primeras cartas que pudo leer. Le dieron unos meses de vida, se encerró en su despacho y estuvo escribiendo hasta que la sedación le convirtió en un cuerpo preparado para morir.
Invirtió esos meses en asegurarse que le acompañaría siempre, que tendría unas palabras, un consejo, una opinión.
Y creció sabiendo que volvería a saber de su padre antes o después, que en aquellos meses había estado toda una vida con él, imaginándola y viviéndola con detalle.
Fueron pocos meses para su padre pero para él, a cambio, toda una vida juntos.