Quieto

Quieto en su cuerpo. El movimiento de sus ojos estaba limitado por la rigidez de su cuello.

Arriba el cielo eran las cejas, de izquierda a derecha su nariz, abajo hasta ponerse bizco. Ese era su mundo, lo que aparecía en ese espacio permitido por los escasos músculos que aun se sentían parte de su cuerpo.

El resto se habían ido hace tanto. Demasiado. Como para ya ni recordarlo, ni echarlo de menos.

Si caminó alguna vez ya no fue él. Si saltó, si corrió, igual, sería otro. A veces, veía en su padre ese mismo olvido. Su padre se quedó con quien fue su hijo y no con ese que llevaba de la cama al sofá a la misma hora cada día.

Sólo a veces. Otras había lágrimas, abrazos, besos.  Muchas sus ojos conectaban y vivían juntos de nuevo. Todas esas veces en las que logró hacerle sentir que sí le escuchaba.

Se quiso ir hacía mucho. Sin poder decir adiós más que con un parpadeo prolongado la mayoría no habían vuelto. Como todos esos amigos que al abrir los ojos no estaban, él quería también irse.

Fue claro con su padre aquel día. Un parpadeo, nítido y rápido. Sí.

Pero había pasado un año desde entonces. No podía, le escuchó decir.

No supo si por él o por otros. Si por falsa esperanza, por miedo, por dolor o porque otros lo impedían.

Injusto, claro. Como todos esos años quieto.