Es evidente que Puigdemont no cree la mitad de las cosas que dice. Siendo generosos.
El foco mediático atrapa, engancha y cual droga te lleva a hacer cualquier tontería para conseguir una nueva dosis. Encima es una droga barata y fácil de encontrar. Un titular cuesta poco, te dan varios gramos sin demasiado esfuerzo y claro, eso complica dejar la adicción.
Para no tener mono sabe lo que tiene que decir y cómo ofrecer mayores barbaridades a los periodistas a cambio de su chute. En ello está desde Bruselas, regalándonos cada mañana nuevas acusaciones, conspiraciones y teorías opresoras. Yo ya no espero menos, también necesito esas píldoras para poder evadirme de la realidad y entrar en trance.
En cambio con Marta Rovira es difícil decir lo mismo. Su rostro, sus gestos y la vehemencia que acompaña siempre a sus palabras hacen parecer que sus declaraciones son creencias profundas y no estrategias electorales.
Ella cree en el «Procés», y claro, cree además en lo que le dice Junqueras. Es de suponer que hasta en lo que dice -o decía- Puigdemont.
Es una creencia que no se parece en casi nada a la de la independencia. Una cosa es creer en una Cataluña independiente, que igual llega -o igual no- y otra creer en esta forma de pretender llegar a ese paraíso prometido y a través de quienes han pretendido hacerlo.
Lo primero es comprensible, lo segundo -visto lo visto-, es un acto de Fe ciega. Irracional, apasionada, alejada de la realidad, que no pocos de sus hasta ahora defensores reconocen inviable.
Para creer en la amenaza de un Estado de llenar de muertos las calles hay que estar dispuesto a no dudar. Para asegurar que la declaración unilateral es un invento del Estado hay que, directamente, vivir en una realidad paralela.
Es ahí donde está sufriendo el independentismo. Porque las posiciones políticas dependen mucho de los argumentos en los que se basan y en su capacidad para generar dudas a quien tienes delante, con quien estás debatiendo.
Si un independentista habla de la necesidad de cambiar «la relación con España» debido a los errores cometidos por el Gobierno Central, por el recurso del Estatut y por la falta de entendimiento, es capaz de generar dudas en un argumentario rival. Pero si lo basa en la descripción de España como un estado totalitario y represor carente de valores democráticos, sin la más mínima independencia judicial y que amenaza con matar a civiles en las calles para imponer una DUI contra la que -a la vez- lucha, no logrará generar la menor de las dudas en ninguna conciencia y tendrá el debate perdido.
El riesgo de esos planteamientos es tan grande que hasta pueden hacer pensar a muchos que Rajoy tiene razón. Le regalan respuestas fáciles, rápidas, jocosas y sencillas con las que evita entrar en el fondo del debate.
Conozco a varios que, por ejemplo, imploran no tener que elegir nunca entre Rufián o Rajoy.