Lo de Miriam y el lobo estaba resuelto. Sin ninguna prueba, sin nada que lo pudiera demostrar, pero resultaba evidente. Al menos para Lucía.
Era un callejón iluminado, bien asfaltado, perfectamente argumentado y con un trazado perfecto sobre plano, pero sin salida. No porque tuviera un muro al final, más bien porque no llevaba a ninguna parte.
Por más que buscaban era evidente que lo habían pensado, preparado, cuidado hasta el último detalle. Habían dejado mensajes claros, pero no confesiones y no quedaba una sola prueba que los pudiera vincular. Eso, en el caso de que lograran identificarle, algo todavía pendiente.
Fue pactado, seguro. El lobo hizo lo que ella debió pedirle y se encargaron de que la policía y el mundo tuviera acceso a unas pocas piezas de su relato y nada más. Ella quería ser para siempre un atún y la única forma de lograrlo era morir siéndolo. Laura estaba igual de convencida de que eso es lo que había pasado. En realidad fue ella quien llevó a Lucía a esa conclusión.
Pero no hay forma de dejar una investigación así. Puedes cerrar una novela con esa conclusión, pero no un caso con tres asesinatos.
Un juicio esperaba un acusado y se negaba a que Elmer fuera un falso culpable por mucho que pudiera incriminarle con un breve informe, cerrar el caso y volver a casa a perderse en Laura. Ser idiota no es delito, por ahora, sentenció y matizó Lucía en su cabeza.
La respuesta estaba en alguno de los otros cuerpos. Parecía que habían sido invitados al plan de Miriam, así que era más probable que ellos hubieran improvisado algo, que hubiera un mínimo fallo, algo de lo que tirar. Tal vez ni siquiera querían acabar así.
La anciana le daba pereza. Sí, no era un término muy profesional, pero no se podía definir mejor. Una que se cree sexy y jóven, menudo aburrimiento. Prefería a la falsa princesa, prefería que fuera él, ella, quien le ayudara a resolver el caso.
Normalmente las pruebas llevan a resolver el caso pero esta vez tenía el caso resuelto, y sólo necesitaba demostrarlo. Una prueba, bastaría una.
La identidad de Ramiro, aunque no confirmada por las huellas, era su mejor opción. Ramiro Lancho Urdiales, ese era el nombre completo que aparecía en el carnet. La dirección era una casa donde vivía una señora de 80 años que no sabía absolutamente nada de un tal Ramiro. Su compañeros decían que seguramente era un carnet falso.
Lo habían enviado a falsificaciones para confirmarlo.