Pegar un berrido, de vez en cuando, conviene. Mejor si se hace en soledad, un día en el campo, desde lo alto de una colina y hacia el infinito.
En esos casos sirve, ayuda y permite avanzar soltando la desesperación acumulada.
En el día a día, en cambio, solo puede perjudicar a unos y a otros. De la misma forma que nadie aguanta más de un mes en una casa en la que se está todo el día a gritos, los ciudadanos no pueden soportar mucho más tiempo una clase política que no sabe bajar el tono, que no sabe hablar.
Lo de que les costaba comunicarse lo sabíamos, lo de que no lograban llegar a acuerdos lo sufrimos, pero ya hemos llegado al punto de que no se puede ni hablar, ni saber lo que se dice, ni poder tener las más mínimas ganas de escuchar.
Con tanto griterío, de lado a lado, con lanzamiento de estatuas y nombres de calles sobre el terreno de juego, los votantes apenas podemos ver una gestión que se resume en dos pilares; si hay muchos contagios se nos encierra, si hay muchos positivos, se hacen menos pruebas.
Eso es todo. Y encima a gritos.
Que para contarnos que la solución es hacer menos test e ir encerrándonos de nuevo poco a poco lo podrían hacer en silencio, relajadamente. Por mucho que nos griten nos damos cuenta de cómo estamos.
Cierto es que los gritos se contagian. Que si uno empieza el otro sigue y acaba todo el mundo a voces sin saber ni lo que se dice. Esperemos que sea ese el motivo del contenido que nos llega últimamente.
No he visto a nadie nunca solucionar nada a gritos. Ni con mis hijos pequeños funciona bien, así que no entiendo que quieran seguir nuestros dirigentes taladrando nuestros oídos con lo mismo.
La gente se aleja del ruido. Hasta llega a ponerse tapones si hace falta.
Qué ganas de poder volver a escuchar política.