Decidieron ir más lejos de lo habitual y poner a prueba la resistencia del velero.
Tenían ganas de hacerlo desde hacía tiempo, pero algo inesperado ocurría siempre, lo que les impedía dar poco más de unas pocas vueltas y volver de nuevo a su pantalán con la sensación de no haber navegado.
Hoy, en cambio, iban a aprovechar que el tiempo les acompañaba en todos los sentidos, desde el suave sol que había amanecido a la temprana hora que marcaban sus relojes.
Pusieron en marcha el motor para salir del puerto provocando los primeros ruidos en aquella tranquila mañana. Ni siquiera sonaban mensajes en la radio, no había avisos todavía y en la torre del puerto apenas el saludo lejano del único marinero de guardia.
Al salir, todo el mar se ofrecía a su disposición. Era el momento justo del día en el que no había ningún otro barco navegando. Los pescadores habían vuelto de trabajar hacía una hora y las embarcaciones de recreo tenían a sus propietarios durmiendo o desayunando en sus apartamentos.
Sabían que iba a durar poco, que más temprano que tarde se llenaría el horizonte de estruendosas motos de agua, lanchas llenas de familias y la costa de bañistas y gente haciendo paddle surf.
Así que no miraron atrás. Desplegaron velas tras pasar las primeras olas y las forzaron para ir en perpendicular a la costa. El objetivo era alejarse.
A medida que el puerto empequeñecía y apenas lograban ya distinguir sus casas, sintieron la placentera angustia de haber traspasado la imaginaria línea del que había sido hasta ese momento su viaje más lejano.
Entraban así en lo inexplorado, en un mar del que todavía no habían vuelto nunca. Era ese el lugar que buscaban, el que deseaban desde que un par de años atrás lograron comprar el velero tras toda una vida prometiéndose hacerlo.
Lo celebraron abriendo algunas bebidas, un pequeño brindis con latas de cerveza y uno de los botes de aceitunas que habían llevado como aperitivo.
No temieron mantener su rumbo, aprovechar el viaje que tanto llevaban soñando y, con el timón en punto fijo, la proa seguía descubriendo nuevas aguas inexploradas.
Lograron alejarse lo suficiente. Tanto como para no ver de dónde venían ni saber a dónde iban. Estaban en el camino. Eso era lo que tanto habían buscado, lo supieron sin decir una sola palabra.
Navegaron un rato en círculos, como queriendo marcar un territorio, pidiendo que fuera su lugar para siempre. Agotaron las bolsas de patatas, las latas de aceitunas y buena parte del agua que habían llevado. A pesar del buen viento, que les hubiera permitido seguir sin descanso, sus provisiones restantes marcaban una vuelta anticipada.
En el último giro, cuando sus caras habían perdido ya la emoción y se rendían ante la necesidad de volver, un destello les cegó durante apenas unos segundos.
Les costaba ver qué podía haberlo provocado, pues el brillo tapaba lo que fuera que lo generaba. Imaginaban, claro, una ventana de un barco, pero las dimensiones que debía tener no parecían encajar.
La alternativa de volver a puerto era tan poco sugerente que se convencieron de que sus tripas soportarían bien un rato más de navegación y que sus rugidos recordando la cercanía a la hora de comer no tardarían en silenciarse.
Tardaron más de lo esperado. A pesar de encender el motor para ayudar a las velas y ganar algo de velocidad, el destello parecía mantenerse lejano. Llegaron cuando el hambre más apretaba, cuando su sed había acabado con todas excepto una de las botellas de agua de reserva.
Ese barco estaba quieto. Sin ancla.
Era sorprendentemente grande, con un parabrisas cubriendo todo el frontal y que sin duda causaba aquel destello que habían seguido. Lo bordearon, sorprendidos de que no provocara ni una ola, que simplemente subiera y bajara con las olas sin desplazarse un milímetro.
Vieron luces encendidas, las antenas giraban, pero no parecía haber nadie en su interior.
Llamaron a gritos, usaron la radio y se acercaron para golpear el casco con la esperanza de que alguien respondiera. El mismo escaso éxito en los diferentes intentos.
Profundamente intrigados y preocupados por lo que le podía haber pasado a la tripulación de aquel yate, se convencieron de la necesidad de entrar e investigar. Tal vez alguien necesitaba ayuda.
En la popa, aunque la escalera no estaba bajada, había una plataforma lo suficientemente ancha como para poder subir y desde ahí trepar ayudándose el uno al otro. Amarraron el velero con los cabos y se dieron cuenta que en ese mismo momento dejó de moverse, tal y como le pasaba al barco en el que ya estaban subidos.
Lo notaron en su propio cuerpo. De golpe, era como si hubieran vuelto a puerto, como si estuvieran en tierra firme. Únicamente subían y bajaban, pero ni se tambaleaban ni se desplazaban ni un centímetro con la corriente. Las velas de su velero ya no flameaban, nada las empujaba, era como si el viento las evitara.
Dentro del yate todo estaba en marcha. Luces en los pasillos, las tumbonas con los cojines puestos, la barra del bar llena de bebidas y con copas listas para ser usadas, el motor encendido y dentro, unos más que agradables 19º que demostraban que hasta el sistema de climatización que habían visto, estaba funcionando. Agradecieron el frescor, pues tras la fría brisa de la mañana cuando salieron a navegar, el sol ya llevaba un par de horas sobre sus cabezas con toda su intensidad.
El comedor estaba montado, pero no encontraron a nadie. En la cocina todo dispuesto, limpio y preparado para ser usado. Ni rastro de un cocinero. De habitación en habitación siempre lo mismo y nunca nadie.
En la cabina, inmóvil, aferrada al timón y con la mirada perdida, encontraron a la capitana. Todos los sistemas funcionaban, incluso la radio. Les asustó pensar que la ausencia de respuesta, por tanto, había sido intencionada.
-¿Están todos bien? ¿Necesitan ayuda? -preguntó con la voz entrecortada Juan.
La capitana se giró hacia ellos.
-No.
Volvió a mirar de frente, igual de ausente y perdida.
No sabían a cuál de las dos preguntas se refería esa negativa respuesta, pero temieron insistir. Salieron de la cabina con aquella inútil respuesta pero con la tranquilidad de que había alguien vivo y al mando de aquel barco.
Antes de irse no pudieron evitar la tentación de llamar a las puertas de los camarotes en busca de más información, de algo que les permitiera ir de vuelta a casa tranquilos.
No hubo respuesta en los tres primeros. En el cuarto, al llamar con los nudillos, la puerta se abrió sola.
Seis personas en torno a una mesa jugaban a lo que parecía ser una partida de póker. No se inmutaron con su presencia y desde luego no dejaron de apostar y pedir más cartas. Todo parecía normal, de esa forma en que nada lo es. La preocupación de los dos amigos se tornaba en miedo por momentos y la idea de salir de ese barco lo antes posible aumentaba según pasaban los segundos.
Pero lo sensato era preguntar, hablar y saludar. Al fin y al cabo eran ellos los que habían abordado un barco y no al revés.
-Perdonen que les molestemos, hemos visto que su barco está completamente parado y al no haber recibido respuesta por radio queríamos comprobar que estaba todo bien. -dijo esta vez Juan sin temblar.
La partida se paró de golpe. Como si estuviera ensayado, los seis dejaron sus cartas boca abajo en la mesa al mismo tiempo, acercaron sus fichas a sus manos para protegerlas y se giraron hacia ellos.
-El único problema que tenemos es que nada va -respondió un señor con una larga barba codificada que hacía realmente difícil adivinar su edad.
Los dos amigos siguieron sin entender. Todo en aquel barco funcionaba y hasta en la cabina los indicadores en los que habían podido fijarse estaban encendidos y operativos.
-¿Qué es lo que no va? – preguntó esta vez Miguel.
-Nosotros -respondió el mismo señor.
Las respuestas que recibían no ayudaban demasiado, así que trataron de ser directos.
-¿Podemos ayudarles? ¿Necesitan algo? -preguntó Miguel.
-Necesitamos un rumbo – respondió una joven chica rubia que, por el taco de cartas a su lado, tenía la mano de la partida.
Antes de que pudieran decir nada, una voz a su espalda les congeló por un segundo el corazón.
-Hace tiempo que dejamos de saber a dónde ir. Dejamos de tener un rumbo y entonces todo se paró.
Vieron a la capitana al darse la vuelta.
-Todos los que estamos en este barco veníamos de diferentes sitios, pero íbamos al mismo. Era lo único que nos quedaba, lo que nos permitía seguir moviéndonos.
-¿Y por qué están parados? -preguntó Juan.
-Porque ese sitio ya no existe.
-¿Iban a un sitio que no existe? -preguntó de nuevo.
-Eso no lo sabíamos. Nos dimos cuenta una noche, hace cinco años, en este mismo punto en el que estamos ahora.
-¿Qué lugar era? -Miguel quiso saber más.
-Una pequeña isla a la que deseábamos escapar, donde empezar de nuevo, en la que dejar atrás nuestros problemas.
-¿Y dejó de existir de golpe? -añadió Juan
-Por lo visto nunca existió. Creíamos en ella, soñábamos con que allí seríamos felices de nuevo pero la realidad chocó de golpe con nuestros deseos. Ese lugar, que debía estar aquí, no está.
-¿Y no vuelven a sus casas? -preguntó Miguel sin todavía entender bien lo que les estaban contando.
La capitana no respondió. Salió de nuevo de la habitación y se perdió por el pasillo rumbo de nuevo a la cabina.
-No sabe volver -dijo un anciano con una gorra visiblemente gastaba por el sol.
-Pero…. -Juan dudó -nosotros podemos ayudar. Si nos siguen les llevaremos a puerto.
-Solo pueden volver aquellos que saben a dónde hacerlo, de la misma forma que sólo se puede seguir avanzando si se sabe a dónde se quiere llegar. Nosotros, los que estamos aquí, ni venimos ya de ningún sitio ni vamos a ninguno. -Añadió el anciano.
-Nadie puede ayudarnos y no queremos que acabéis como nosotros. Salid de este barco, aprovechad que para vosotros sigue soplando el viento y volved al lugar de dónde sois. Olvidadnos, como nosotros hemos olvidado nuestras propias vidas.
Aquellas palabras las había pronunciado de nuevo la chica jóven, que nada más terminar, siguió repartiendo cartas, retomando la partida en el punto exacto donde la había pausado.
Todas las caras de los demás volvieron hacia la mesa, a perderse en sus intentos de escalera, de trio o de unas simples parejas con las que hacer un farol.
Juan y Miguel, invisibles de nuevo para toda aquella gente, salieron mudos de la habitación. Vieron de lejos a la capitana en su petrificada pose y se montaron de nuevo en su velero.
Nada más soltar las amarras las velas se hincharon, la corriente les empujó y aquel barco, absolutamente inmóvil, estaba de nuevo lejos de ellos.
Navegaron de vuelta sin hablar entre ellos, pero sin dejar de pensar en lo que les habían dicho. Temblaron, cada uno en un momento diferente, cuando asimilaron que se podía perder el rumbo, quedar sin destino y acabar atrapados en un lugar del que no se puede volver y al que no se puede ir.
El pequeño faro de su puerto y las viejas casas de su pueblo les señalaban el camino de vuelta.
-Mañana deberíamos volver a navegar -dijo Juan rompiendo aquella eterna racha en silencio.
-No dejemos nunca de hacerlo.
*Relato presentado a concurso. No resultó ganador.