Hundido*

Los barcos que flotan lo hacen siempre confiados, excesivamente seguros de su fortaleza.

Es algo que transmiten a los marineros, una especie de vapor que desprende la madera en contacto con el agua salada que impregna todo de esa valentía normalizada que se suele reconocer en la cultura popular, en esas frases hechas que terminan por definir a quienes viven del mar.

Lógicamente se llevan la atención, las miradas y son el fondo ideal para las fotos desde el puerto. Adornados con colores, con sus nombres bien puestos y meditadamente elegidos, ocupan sus espacios en los pantalanes tranquilos, seguros entre los suyos.

Desde el pueblo se ve cómo ganan espacio al mar, atreviéndose a conquistarlo sin más esfuerzo que el de flotar, mecerse con las olas y soportar tantas tormentas como vengan. Son el símbolo de todo ese espacio ganado, de saber que no solo en tierra firme estamos seguros. Muchos prefieren sentir sus pies sobre el barco que sobre el seco asfalto de puerto.

Para Simón, todo eso dejó de tener sentido hace tiempo. Sigue sin recuperarse del todo, sin poder ser de nuevo parte de esa pequeña flota que antes del amanecer se atreve a ir a buscar el sol en los reflejos de las olas.

Cuando sus compañeros dejan la barra del bar en el que cada día se encuentran, él se queda. No por gusto.

Les ve marchar, quejándose del trabajo que tienen por delante, de las redes que tienen que arreglar, de la poca pesca del día anterior. A él ya ni le escuchan, no tiene problemas que sus compañeros puedan solucionar.

Porque los barcos que flotan dan sentido a quien los gobierna, pero los hundidos arrastran más que unos simples aparejos al fondo.

Los que todavía le escuchan repetir su historia, normalmente algún turista despistado que acaba sentado en su mesa, le recuerdan siempre la suerte que tuvo. Justo lo que menos quiere escuchar. Pero no lo cuenta para saber la opinión, habla sin interés alguno por el que tiene delante.

La historia le puede, le supera. Sabe de sobra que salvó la vida, que no era poco. Que menuda suerte de que le encontraran entre las rocas, todavía respirando aunque inconsciente. A él no le tienen que explicar todo eso más veces. Qué más da ya.

Su pequeño barco no apareció, no lo encontraron respirando. Su barco está en el fondo de la bahía.

Lo suele buscar con la mirada cuando amigablemente le animan a alejarse del bar. De vuelta a casa, a la que no llega, se queda a menudo apoyado en los muros del Fuerte San Martín durante horas. Le han confundido con un mendigo, le han llegado incluso a dejar monedas a su lado.

Fue el único barco que se perdió aquel día. También fue el único forzado a salir cuando se veía la tormenta.

La negó ese día y como castigo, ahora no puede olvidarla.

Al principio todos se volcaron. Un poco de uno, otro poco de otro y con algo de esfuerzo podría tener de nuevo un barco. No tan bueno, no tan nuevo, pero que por lo menos le permitiera seguir siendo aquello que había sido siempre.

No quiso. Les devolvió a todos el poco de cada uno y se negó a comprar el viejo barco que le ofrecían a buen precio. No tenía nombre, no tenía ganas de pensarlo. Demasiado pronto para levantar el luto.

De haber tenido mujer la hubiera perdido, de haber tenido hijos, se hubieran marchado con ella. Evitó perder muchas cosas gracias a no tenerlas.

Lo más que aceptaba era ayudar a algún compañero. Era algo habitual, algo que hacía antes de aquello. Una o, con suerte, dos veces a la semana alguno exageraba el trabajo que tenía para que le acompañara. A eso no se oponía.

El oficio lo seguía teniendo, la maña y las ganas. Ese poco dinero, ganado como debía ganarse, le daba para lo justo.

Su barco, ajeno a todo, reposaba tranquilo en el fondo. Desde tan abajo todo era irrelevante. No se sentía humillado porque hundirse en una tormenta es la forma de hacerlo. Peor hubiera sido acabar a trozos, jubilado, olvidado en puerto a la venta.

Aquella ola simplemente llegó cuando no debía, a traición, por el costado donde más dolía. Simón ayudó, moviendo el timón para tapar el flanco, pero llegó tarde. Nada podía reprocharle.

El agua fue una palanca demasiado pesada, demasiado decidida. Cubría más de la mitad de su casco cuando se quedó sola, cuando vio por última vez a su dueño. No lo encontró al llegar al fondo, pero tampoco supo si llegó a tierra. Durante un tiempo se fijó con detalle en las mareas, por si su cuerpo aparecía, volviendo con él. 

Sobre su proa, los barcos de siempre. Los reconocía, los saludaba sin demasiada esperanza de ser vista. Triste, comprobó que no llegaba ninguno nuevo. Los contaba una y otra vez, se aseguraba de que eran todos conocidos y buscaba sin éxito aquel que llevara encima a Simón. No ocurrió nunca.

El tiempo se acelera cuando se está hundido. Pasa sobre los cuerpos a una velocidad de vértigo. Sin barniz, sin cuidados, sin los arreglos diarios, el casco cedía semana tras semana a los embates de las corrientes y a la invasión de los moluscos. Su madera, llena de agua, se partía con su propio peso y en poco tiempo sus formas redondeadas no fueron más que trozos apoyados en un suelo arenoso que parecía empeñado en ir enterrándolo.

No estaban demasiado lejos. Apenas habían salido del puerto cuando la tormenta les zarandeó y les obligó a perder el rumbo que tenían marcado. Simón no lo recuerda bien y la zona en la que cree que ocurrió llega hasta más allá de la bahía. En los dos intentos que hizo por encontrar su barco no estuvo ni siquiera cerca.

Cuando anochecía y las paredes del Fuerte empezaban a perder el calor guardado durante el día, por fin encontraba su casa. Un dormitorio con una cama, un sofá con dos cojines y una televisión con tres canales. Se negaba a sintonizar nada nuevo, no quería ni siquiera aprender a hacerlo.

Tampoco solía encenderla. No cogía un libro, no leía prensa ni en el bar. La radio llevaba sin pilas años. Le importaba poco pues la única noticia importante que esperaba jamás saldría en ninguno de esos medios. No había secciones de barcos que reaparecen, como era normal.

Dormía donde caía, sin distinguir la cama del sofá. No había sábanas en ninguna de todas formas.

Las duchas se hacían eternas. Tan frías como obligaban las facturas de gas impagadas, pero inexcusables cada mañana. Cada nuevo día era igual de oscuro, triste y vacío, pero siempre limpio, siempre una jornada nueva de trabajo.

Los saludos de los vecinos le recordaban que mantenía el afecto, que el recuerdo de lo que fue seguía en parte siendo. Por eso no dejaba de levantarse cada día, por eso volvía al bar del puerto, por eso seguía siempre vestido para subir a un barco que no tenía.

Servicios Sociales quedaba con él de vez en cuando. Estuvieron a su lado las primeras semanas tras lo sucedido y se forjó una amistad que alegremente conservaba. Cuando llegaba la cita se esforzaba por mostrar que estaba bien, que lo único que le faltaba era evidente. Ellos se reían con él, escuchaban sus recuerdos y le ofrecían tantas opciones como él rechazaba en cada ocasión.

Se prometían siempre que llegaría el momento de avanzar, de poder olvidar y volver a empezar. Tenía asumido que era algo inevitable, que un día se despertaría con ganas de vivir de nuevo su vida, aunque fuera una versión mala de la anterior, como ocurre con las segundas partes de las buenas películas.

Antes o después, tal vez, sería el protagonista de la secuela, pero todavía no.

Le dejaban en paz pronto, para que pudiera seguir su vida y encontrarse con sus compañeros día tras día.

Los psicólogos seguían afirmando que no tenía depresión, que demostraba pasión por vivir y que no tenía ningún trauma. Desde luego nada de miedo de volver a la mar, como demostraban sus habituales incursiones con los amigos. El diagnóstico era siempre el mismo, igual de sencillo. Era un hombre que había perdido su barco.

Se preocuparon mucho por él un 7 de septiembre de algunos años atrás. Habían pasado tres de la tormenta y en los dos anteriores apenas estuvo en la plaza unos pocos minutos. Luego observaba los barcos en procesión sentado en el puerto, oculto entre los turistas, casi mimetizándose con ellos.

Pero aquel día nadie le vio en la plaza ni pudieron encontrarle entre la multitud que miraba la procesión. Fue protección civil la que avisó de que había alguien nadando en la bahía, en medio, sin intención de volver a la orilla.

Uno de los barcos se alejó del resto para buscarle. Destacaba con todas sus banderas, tan lleno de gente, en busca de un marinero sin barco.

Tal y como imaginaban, era Simón el que estaba nadando. Llevaba una pequeña bolsa en la espalda, esforzándose sin demasiado éxito para que no se mojara su contenido. No se sorprendió al ver el barco de su compañero parar a apenas dos metros de donde estaba. Le saludó a él y todos los que estaban en el barco como se saluda al cruzarse por la calle.

Se quedaron cerca, esperando ver qué hacía y tras comprobar que no tenía intención de subir ni de volver a puerto todavía. Siguió nadando un buen rato y simplemente le siguieron.

En un punto concreto, tras mirar en todas direcciones, dudar un par de veces y parecer convencido al final sacó de la bolsa un montón de banderas de colores y los adornos con los que solía engalanar su barco cada año en esa fecha. Lo dispuso todo de la mejor manera, atando unas banderas a otras y añadiendo unos pequeños plomos a los extremos.

Poco a poco, todo ese colorido fue desapareciendo en el fondo, con la esperanza de Simón de que cayera colocado sobre su barco hundido.

Al terminar, aceptó con gusto la ayuda para volver con el resto. Estaba contento, de fiesta, como todos los demás.

Los años siguientes no tuvo que hacerlo a nado. Un día antes de la procesión algún compañero le invitaba a que fueran juntos a lanzar las banderas, a tirar algunas flores y a festejar que estaban en la mejor semana del año.

Vivió más que su barco. Mucho más y mejor acompañado. Pero no tuvo nunca más un timón en sus manos ni la intención de hacerlo. Le bastaba con seguir subiendo de vez en cuando a las cada vez más grandes y modernas embarcaciones de sus viejos compañeros. Comparado con aquellas máquinas, el suyo era cada vez más pequeño en su recuerdo.

En cualquier caso eso era algo que le alegraba, porque él no tuvo que cambiarlo por otro moderno, no tuvo que deshacerse de su barco para lograr uno más grande. Su barco, aunque hundido, siempre había sido suficiente. Había podido ser fiel, había sido siempre el mejor de todos los barcos.

Terminaría sus días como capitán de un barco hundido. Él seguiría llegando al puerto, duchado y limpio, cada amanecer, seguiría siendo uno más entre los suyos, seguiría navegando cuando pudiera hacerlo. Iba a pescar el resto de su vida.

Su barco no volvería a puerto, no sería parte del paisaje. Su barco no vería nuevos marineros ni tendría nunca jamás un nuevo rumbo. Simón seguía siendo lo que era. Su barco, hundido, ya no podía ser lo que debía.

Eso explicaba a quienes cada cierto tiempo le preguntaban y se interesaban por su estado de ánimo. 

Yo perdí mi barco, fue él el que lo perdió todo.

*Este relato se presentó a un concurso literario, no resultando ganador.