Todos cabreados

Nadie puede llevarse bien, llegar a algún acuerdo, entenderse.

El gran avance de la nueva política es que nos odiemos todos hasta los límites más viscerales posibles.

Escraches de ida y vuelta, caceroladas para tapar los aplausos y caceroladas antes de las caceroladas para criticar a la Monarquía. Indignas y necesarias en función del sitio en el que esté cada uno. Sin pestañear.

Todos los nuevos llegaron insultando. La verdad es que no era mala pista. Insultos y acusaciones lo más graves posible para llamar la atención y lograr más portadas y votos. Todo, en un escenario previo en el que no reinaba la concordia.

Lo hemos permitido y aplaudido tanto los rojos buenos como los fachas malos. Y viceversa, si quieren.

Porque «por fin alguien le decía a la cara a un facha que era un facha» y «al fin alguien llamaba comunistas a los comunistas».

Algo que vale para bien poco. Muy útil para Twitter, válido para tertulias donde apenas hay dos minutos para analizar «la actualidad» pero un desastre para el Congreso de los Diputados y para la política.

Pero no hay más. La destrucción es el objetivo prioritario en el escenario político y lógicamente, no puede una estrategia generalizada como esa dar ningún fruto a la sociedad más que enfrentamiento.

Se puede odiar o se puede uno alejar todo lo posible, asumir resignado que es inevitable, que esa fauna será eterna. Ambas son pésimas, pero la segunda es menos dañina.

Sorprende, eso sí, la capacidad de los españoles de seguir peleándose. Sea cuando sea, pasen los siglos que pasen, siempre estaremos odiándonos por muchas lecciones que nos haya dado nuestra propia historia.

No saber ganar sin pasar por encima de otro es no conocer nunca la verdadera victoria. Así nos va.