Vivir pecando

Dios tenía que ser necesariamente un pecador, exactamente igual que él.

Se sentía humano cuando erraba, cuando era imperfecto y hacía alguna de esas supuestas siete cosas prohibidas. Si era su imagen y semejanza, si de verdad era como todos, no sería más que el mayor pecador.

Claro que deseaba la felicidad del otro y su coche o sus vacaciones. Puede que fuera envidia o simplemente saber que en la vida no da tiempo a todo. No era querer la casa de su vecino, era saber que no lo podía tener todo y odiarse por ello. Quería tener tiempo para probar esa casa. No tenerla, poder tenerla.

Amaba comer hasta rebasar el límite de lo saludable. Ese placer de llenarse de aquello que gusta, que hace que un día sea especial. Comer por disfrutar, no por necesidad le hacía sentirse vivo. Apreciar los sabores, querer conocer nuevos y viajar para probarlos. Y una cerveza de más, por el placer de tomarla.

Entrenaba a diario. Le hacía sentirse bien y disfrutaba de las miradas ajenas y de los halagos. Un esfuerzo por ser más atractivo que el resto, por cuidar su ropa, su cuerpo. Sacar los abdominales de aquella tripa le había costado y era un placer presumir de ellos en la playa. Que se vieran, porque le animaba a seguir cuidándolos frente a aquellas barrigas expandidas hasta lo insano. Su cuerpo era mejor que la mayoría de los que veía a diario y lo sabía.

Gritaba descontrolado cuando no podía evitarlo. Enfados irracionales, con berridos y palabras malsonantes de las que poder arrepentirse. Pero claro que se desfogaba. Imposible no hacerlo.

Ahorraba, trataba de tener más dinero. A ser posible tener más que el resto. Convencido de que si podía ser rico alguna vez, trataría de serlo y disfrutarlo. Acumular la poca riqueza que podía ir guardando le daba tranquilidad, le ayudaba.

Y sexo, todo el posible. De todas las formas que podía darse placer y todas aquellas que se lo querían dar. Lo deseaba con fuerza, lo esperaba y lo disfrutaba con la ansiedad de poder repetirlo una y otra vez.

Todo, cuando superaba las ganas de no hacer nada. Cuando lograba despegarse las sábanas y no dejaba para otro día el trabajo, la cita con aquella mujer o escondía las pesas bajo la cama. Porque lo mejor y más feliz le hacía era la nada, estar tirado, no ser útil, no ser más que un cuerpo tirado que retoza en el paso de los segundos.

Era, por tanto, un pecador empedernido. Todo lo que le hacía sentirse vivo era pecado. Su vida, vivirla, parecía ser una condena moral.

No rezó, comprendió lo que era y trató de serlo de la mejor forma posible.

Supo que como él, éramos todos.

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