Medio oxidado y medio abandonado. Que es la peor forma en que puede estar algo.
A pesar de eso, la luz de verano invitaba a entrar y explorar ese último suspiro de parque de atracciones, casi como quienes entran en Chernobil ahora, con miedo y asombro por ver que es posible detener el tiempo.
A cada lado de la vía principal restos grises adornados por cristales de formas aleatorias y cables soportando pesos mecidos suavemente por el viento. Todo, ambientado por quejidos de maderas cristalizadas, negras y polvorientas.
No venían a ver aquello. Ni ellos ni todos los que les acompañaban. Porque no iban a un parque abandonado, iban a la última de las atracciones, la que quedaba en pie, funcionaba y evitaba el cierre de aquella empresa.
Los beneficios no eran suficientes para quitar de la vista los proyectos quebrados o para unas mínimas tareas de limpieza. Todo iba destinado a aquel muro. En realidad al trozo de muro que seguía funcionando.
De frente, de golpe, el trozo apagado. Por él trepaban igualmente los niños, sacando los bloques lo que el mecanismo permitía y así hacer su escalada más alta e insegura.
Cada cierto tiempo alguno brillaba, anticipando lo que verían nada más girar y provocaba una alegría general, al destacar de forma tan evidente en aquel muro apagado.
Al acercarse jugó con algunos de ellos. Una pared de más de 30 metros de alto compuesta por lingotes de oro que se podían extraer apenas los centímetros suficientes como para imaginar que se iría contigo. El tacto, aunque apagado, era como el que soñaba que tenía el oro, conservaba bien el grabado, con el sello correspondiente.
Le avisaron cuando estaba embobada metiendo y sacando lingotes.
Cerca ya de la esquina, donde muchísima gente se reunía y sobre ellos se reflejaba el brillo de la pared que sí funcionaba el rumor de alegría sobrecogía.
El impacto fue el esperado. Uno no puede imaginar algo así, solo es posible soñarlo. Los mismos metros de altura, pero a lo largo de lo que perfectamente podría ser un kilómetro.
Todo brillando, millones de lingotes emanando una luz cegadora absolutamente dorada. No había uno apagado, ninguno parpadeaba.
Se lanzó a escalar aquella pared. Sin arnés, sin duda, sin miedo. Obvió las llamadas de sus hermanos tanto como las de sus padres. Subía tan rápido que no podría hacer mejor tiempo si el muro fuera horizontal y pudiera correr sobre el.
Oro, falso, pero visualmente mejor y más real. Tanto oro como para literalmente perderse.
Volvió hacia sus padres cuando quiso una foto. Les lanzó el móvil, les dio mil instrucciones sobre cómo enfocar y posó de tantas formas como las articulaciones de su cuerpo le permitían.
Despertó justo cuando estaba editando la mejor de ellas para subirla a Instagram.