Jadeaba sedienta, desprendiendo un espantoso olor con cada exhalación.
Los perros no sienten la edad que tienen. Son jóvenes hasta que mueren. Toda una vida corriendo que terminan con un par de semanas lentos, cojos, meándose encima. Y así era ella.
Cerca de llegar a esas semanas finales, pero sin saberlo. Como no sabe tampoco los días, ni los meses ni el tiempo que ha pasado desde que su dueño salió de casa.
El corazón palpitaba descontrolado, ofreciendo -una vez más- el máximo para esa nueva carrera, olvidando que seguramente habría una nueva en minutos. Siempre todo, siempre desfondándose.
Aquella carrera era su vida, como lo habían sido todas las anteriores hasta este momento y como lo serían las pocas restantes. Perseguía lo que había visto, ahogándose con la correa, tratando de extenderla los milímetros suficientes para llegar a su presa.
A cada impulso agónico hacia adelante, un tirón para atrás. En seco, doloroso seguramente, como siempre.
Volvía a quedarse cerca, tan cerca que aumentan las ganas de hacer lo que quiere hacer desde que empezó a intentarlo. Pero no la dejan, no consigue llegar.
Sigue sana y viva por no haberlo logrado. Mantiene sus dos ojos por quedarse siempre lejos de las garras de los gatos que desearía cazar y no sangra.
Da lo mismo. Esta vez es tan única como las miles anteriores y su deseo quiere ser cumplido sin matices, sin miedos, sin cuidado. Se lanza, ladra y se desespera por no poder darse por completo a sus ganas de matar aquello que ha visto.
No lo consigue. Como no lo ha conseguido nunca. Volverá a intentarlo, como si siempre lo fuera a lograr.