La cita era a las 12:25.
12 días, 3 horas y 45 minutos después de que le hicieran las pruebas por esa masa tan rara que habían visto.
Días de infierno, lentos como la peor de la clases de universidad. Ni respondió a las llamadas, ni a los mensajes ni a quienes querían hablar en casa.
Perdidos, malgastados. Como le dijeran que se confirmaba la peor de las opciones, además tendría que deprimirse más por todo ese tiempo llorado.
No quería morir, no quería. De ninguna manera. No, por favor, mientras se dejaba caer al suelo en su habitación.
Mezclaba angustia, ansiedad. Una desesperación como jamás pensó que podría existir. Y encerrada, enfadada, sin querer ver a sus hijos.
El dolor de una muerte que sentía le iban a confirmar, que ya estaba sentenciada. Y eso que le decían que no, que también podría no ser nada, o poco, o malo pero vencible.
No podía fiarse de ellos, de nadie. Porque no era capaz.
A las 13:10 seguía esperando. Ni siquiera miraba la hora, sólo a la pared. Podría haberla gastado, aclarado la pintura azul de tanto fijarse en un mismo punto.
El día antes ya no había llorado nada. Estaba gastada, vacía.
Su mujer la llevó del brazo tras encontrarla dormida en el suelo. La había duchado, vestido y dado de desayunar sin signo alguno de que ella estuviera ahí. Ahora igual, sentada a su lado pero sin sentirse cerca.
No fue consciente cuando dijeron su nombre. Sus ojos se centraron en el doctor. Abiertos, inmensos, secos y rojos.
– «No es tan malo como parecía. Está ahí, pero vas a poder luchar contra él»
Su rostro mutó por completo, destrozando en pedazos aquella rigidez para poder esbozar una sonrisa.
– «Quiero luchar»