Maravilloso recorrer esas calles. Porque eran feas y sucias en realidad, pero en las fotos no podían salir mejor.
La comida cara y escasa, pero fotogénica también.
Estaba siendo una viaje maravilloso, en un lugar físicamente espantoso pero virtualmente perfecto. Su felicidad era inmensa porque parecía serlo.
Recibía más corazones que nunca, más mensajes directos, más comentarios. Llegó a destacado varias veces. Insuperable.
Irrelevante no haber visto un monumento sin la pantalla del móvil delante, de no haberse tumbado en los bancos de aquel parque que ni siquiera necesitó filtros.
Fueron las vacaciones soñadas. Sin el incordio de tener que visitar, escuchar, convivir. Sólo fotos, una tras otra. La agencia hasta ponía, además del guía, un ayudante para hacer las fotos.
Así, mientras a su lado la gente sacaba ese horripilante palo de selfie, ella podía decir tantas veces como quisiera a aquel ayudante que le sacara una foto más.
Para colmo era pionera, early adopter, first. Descubrió la agencia en Instagram, se arriesgó y se lanzó. La propuesta era cautivadora.
Iban a pasar por los hoteles más caros, por las cafeterías más lujosas, las salas más reconocidas, los lugares más top sin tener que dormir en ellos, tomar nada en ellas, aprender nada ni llegar a verlo.
Foto, foto, foto.
Todo el lujo ahí delante, como si fuera suyo. No podía dar más envidia.
Y la felicidad le duró semanas. Tenía más fotos de las que pudo subir durante el viaje así que esa dosificación alargaba interminablemente su alegría.
Repetiría seguro, daba igual a dónde.