Cuando da su palabra, cumple.
No entendía por qué lo hacía pero así era, de forma inevitable, desde que podía recordar.
Llegaba incluso a más, sintiéndose responsable de lo que decía, aunque sobre ello no hubiera una promesa literal de cumplimiento. Si algo salía de su boca era siempre un nuevo compromiso.
Las apuestas las pagaba, claro, e irremediablemente ofrecía una puntualidad ajustada a décimas de segundo.
Nadie recordaba que no hubiese sido siempre así, como nadie negaba haberse aprovechado alguna vez de tal firmeza moral. Era fácil, decían, beneficiarse de un punto fijo al que agarrarse ante la marejada de mentiras, bulos y traiciones.
Esa firmeza era útil para los demás, en cuanto no estaba acompañada. A él le benefició poco. Cuando alguien necesitaba una certeza le consultaban, pero pocos le pagaban con el mismo compromiso.
Aquellos que más le conocen siempre le describen igual, comentando lo poco que habla, lo poco que dice. Cuando opina, relatan los testigos, lo hace remarcando que es una opinión y nada más que eso.
Nunca entró en política.