Me marché de casa

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Ayer me fui de casa. Cuando encontré las llaves de la caravana supe que era el momento. No había nadie más, las calles estaban vacías y la noche cubría mis pasos.

Al llegar a la rotonda me encontré con ella, pero no pudo verme. Solo yo a ella.

Estaba como siempre, cabizbaja, apenada, con los ojos incapaces de mirar por encima de la altura de sus hombros. Eso sí, más agachada de lo normal, probablemente por el cansancio de todo un día de trabajo.

No la iba a volver a ver más. Para eso me iba. Huía precisamente de esa cara de tristeza inconsolable, imposible de tornar feliz. Mis esfuerzos habían sido en vano durante años, yo no era quien podía ya sacar de ahí una sonrisa, por lo que mi marcha era la mejor opción que podía darle. A ella y a mi.

El retrovisor se empeñaba en mostrarme más tiempo su silueta así que giré por la primera calle que me asegurara no verla más. Di más vueltas, tardé más en salir, pero aunque fuera más largo, era más fácil.

 

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