USB (20)

Le gustaba cocinar, a pesar de los resultados. Es más, insistía cada poco tiempo aunque solo fuera por negar eso de que la práctica hace al maestro.

Esta noche iba a sorprender a Laura, aprovechando que había vuelto a casa pronto tras la visita a la madre de Ramiro.

La receta era sencilla, sobre el papel. La sacó de la libreta donde apuntaba las que alguien le había preparado en algún momento de su vida. El recuerdo de las gambas con curry la transportó de nuevo a aquel loft en Callao, recién llegada a Madrid. Mientras estaba tumbada en el sofá tras una tarde de manta, algunas series y más sexo del que deseaba, Luca las iba pelando y hundiendo en una salsa de nata y trigueros. Fue lo mejor de aquella velada, lo único placentero que supo hacerle aquel italiano que logró convencerla de que era fría, seca, poco cariñosa.

Un poco fue su culpa, ahora lo veía más claro mientras pensaba en Laura. No fue capaz de decirle, porque entonces no era capaz ni de aceptarlo, que en realidad le gustaban las mujeres y no ese cuerpo perfectamente definido, pelo largo y eterna barba de dos días que exigía de una adulación que nunca supo dar.

Ahora debía cambiar el recuerdo asociado a ese sabor. Para eso había guardado aquella receta y este era el momento. El curry debía cambiar de protagonista, ese terrible y placentero picante seco debía quedar para siempre fijado a la espalda de Laura y no a los abdominales romanos.

Ella llegó cuando toda la casa se sentía caliente y densa por los vapores de la especia, anticipando un exceso en la cantidad que había echado Lucía a la salsa. Lo bueno era que transportaba olfativamente al plato, obviando la invitación a sentarse en la mesa.

Laura aprovechó la indefensión de Lucía, encadenada a un mago recién abierto para acercarse a ella por su espalda, mover su melena suelta y empezar una carrera de besos por el cuello que debilitó las rodillas de Lucía hasta hacerla perder unos cuántos centímetros de altura. Los recuperó pronto, en cuanto las manos de Laura treparon por dentro de su camiseta, acompasando un ascenso lento, firme, a dos temperaturas.

Hablaron mucho. Lo que fuera necesario con tal de no volver a la comida tras haber agotado la primera botella de vino blanco solo para calmar el picor de las dos primeras cucharadas. Antes de asumir que los platos no se vaciarían, sin tener que decir una sola opinión sobre ellos, Lucía aprovechó que daba paso al poste para contar lo de Ramiro.

-Es la madre. Bueno, la que hizo de madre desde que Ramiro tenía seis años. En realidad es la mujer del único pariente que tenía. A los dos años de acogerle, quedó viuda. Así que sí, lo más parecido a una madre.

-Por eso los apellidos no coincidían, claro.

-Tal cual. Por eso los compañeros creían que decía la verdad cuando negó conocer a Ramiro.

-¿Y cómo lo supiste?

-Lo vi claro al entender a Miriam, al ser consciente de ese proceso de identidad que me has explicado y que tanto ha debido hacerles sufrir. Tanto como para preferir ser lo que sentían ser, aunque fuera muertos.

-Es terrible. No nos damos cuenta de la presión que ejerce «lo normal» -hizo las comillas con los dedos- sobre quienes no logran entrar en esos estándares. Les hacemos sentir que no pueden formar parte de la sociedad en la que viven. Pocas cosas debe ser peores. ¿Qué te ha dicho la madre?

-Es una de las que cree que Ramiro era una especie de monstruo. Le dejó de hablar en cuanto le vio una vez vestido de mujer en su cuarto. Para ella, ese día dejaron de ser familia.

-Ufffff

-He tratado de explicarle, pero…

-Ya me imagino. Joder, tuvo que ser horrible para Ramiro.

-Desde luego. Pero me ha dejado subir a su cuarto. Que si quería, que me lo llevara todo, me ha dicho.

-¿Y?

-Debajo de la cama, pegado con celo, estaba este USB.