Una carrera, un máster y toda la experiencia que se puede acumular con los años que se tiene. Notas buenas, disposición toda.
Un trabajo que solo cubre la aspiración de tener uno. De calmar a los padres, de que llegue un sueldo. Poder comprar cosas que te hagan olvidar por un rato que trabajas para conseguir el dinero para evadirte en ellas.
Esa caña con los amigos, ese fin de semana de escapada. No tiene ese nombre por casualidad, es huir de lo conseguido en la vida. De ese trabajo, logrado tras el proceso estipulado para llegar a él y quedarte.
O perderlo. Con mucho menos merecimiento que el dedicado a obtenerlo y conservarlo. Se va, pero no como vino. Se marcha con todo el desagradecimiento posible, sin valorar lo entregado, sin un reloj de oro con las iniciales.
El reloj que jamás compensó el tiempo dedicado por tus padres a aquella empresa, que cambiarían con gusto por no haber sido los más trabajadores de la historia, superados solo por los suyos, por tus abuelos.
Tú nada. Avanzas sin ascender o subes sin mejorar. Más tiempo, más horas o las mismas.
Dar más, aunque sea cada vez por menos. Lo que sea por igualar a quienes te precedieron, aunque lo que te rodea haya cambiado por completo. Con lo que ellos trabajaron y mírate. No hay forma de superar a tu padre, es que ni igualarlo.
No saber dejarlo, parar, mirar a otro lado. Seguir perdiendo la vida en el tiempo por hacerla válida ante los ojos de los demás. Una competición perdida al empezar, te pille donde te pille la carrera.
Cómo no correrla, cómo frenar y salir. Exclusión, te van a señalar. Te han comprado las mejores botas y no te puedes atrever a no usarlas. Sería un desprecio.
Y qué van a pensar los que siguen corriendo. Corren para ganarte. Si todos frenan no hay forma de que te ganen.
Por ellos. O por ti.

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