Nos rodean monstruos.
No están debajo de la cama, a veces incluso están sobre ella, a nuestro lado. Los llegamos a abrazar.
Son tantos… Son mujeres que aman a quien acaba por matarlas, hijos asesinados por quienes biológicamente son sus padres, pequeños que aparecen en el maletero de un coche.
Con ellos convivimos, reímos, desayunamos, cenamos, hacemos el amor. Deseamos sus cuerpos, lloran con nosotros, nos hacen regalos. Y un día se lo llevan todo.
Están entre toda la bondad de los demás, integrados, disfrutando de nuestro amor, confianza y cariño pero no son capaces de verlo ni sentirlo. Quien siente lo que de verdad vale una vida, un abrazo, un beso, el despertar de un hijo en tu cama no tendrá nunca fuerzas para detener un corazón por la fuerza.
Se pierden lo mejor y terminan por llevárselo. No aprecian una sonrisa, así que la borran.
Dan ganas de volverse como ellos, de ser capaces de hacerles lo mismo, de robar a un ladrón. Parecen más fuertes, porque son capaces de quitarlo todo, de eliminar sin esfuerzo lo que ha llevado vidas construir. Dan ganas de lo peor, de la misma moneda, de hacer sufrir.
Pero es inútil. No se puede robar a quien nada aprecia. Imposible hacer sufrir a quien vive habiendo arrebatado una vida, a quien no muere en el mismo momento en que mata.
No se les puede hacer daño, no el mismo que nos hacen. En cambio nos lo haríamos nosotros, queriendo hacerles sufrir. Aunque den ganas.
Porque el resto, los que sufrimos, sabemos lo que vale un te quiero, lo impagable que resulta ser abrazado en la cama, la maravillosa tortura de ver -bajo una lluvia torrencial- el partido de tu hijo a primera hora del sábado.
Me quedo con eso, les dejo el odio a ellos.
Tenemos la suerte de que nos pueden hacer daño, de que nos pueden quitar lo que más queremos.
Ellos se lo pierden.