Moscas (30)

Al final, esa noche, no vieron nada. Costaba entender cómo un director de cine porno podía evaporar durante horas cualquier deseo sexual.

Decidieron sobre la marcha en qué casa dormirían esa noche, obviando de nuevo la lógica. Lucía logró recuperarse del recuerdo de Ramón Urdiales cuando Laura ya estaba dormida. Trató de ver si algunas caricias bajo las mantas lograban la reacción que deseaba, pero fue inútil. Laura ni siquiera notó que Lucía terminó dormida casi sobre ella, enredando las piernas y con su mano izquierda anclada a su pezón derecho.

Despertaron casi en la misma postura, pero más cómodas. Un poco más separadas, las piernas menos juntas y la mano ahora tapando el ombligo de Laura que, como si su piel tuviera el recuerdo guardado, despertó a Lucía respondiendo a las caricias que había recibido.

Tuvo más suerte. Lucía no abrió los ojos para que siguiera siendo un sueño pero recuperó la posición inicial de su mano y fue escalando hasta estar encima. Laura le quitó la camiseta del pijama, ella respondió de la misma forma. Se juntaron de nuevo, tumbadas, tan a la misma temperatura que no lograban diferenciar un cuerpo del otro. Lucia decidió meter más calor para solucionarlo.

Media hora más tarde de lo previsto, salieron del garaje rumbo a Ballesteros de Calatrava. Ninguna había estado en Ciudad Real, aunque ambas recordaban haber estado cerca, pasar por carreteras que una y otra vez señalaban por dónde se iba, pero sin ir.

Dos horas y media de trayecto. Campo y más campo. Su primer viaje juntas. Laura puso la selección musical, Lucía decidió decirlo.

-Podríamos vivir juntas.

-Ya lo hacemos- respondió Laura torturando a su novia.

-En una casa. En la mía, en la tuya. O alquilamos otra. Te quiero en mi armario entero, no en un cajón.

Laura, de copiloto, puso su mano sobre la pierna derecha de Lucía.

-Pero entonces pienso usar ese vestido blanco de tirantes tan corto que tienes.

-Y yo pienso quitártelo -Lucía puso su mano sobre la de Laura, apretándola con fuerza, sin quitar la vista de la carretera.

Para llegar a la casa debían atravesar el pueblo, recorrer toda la Calle Real.

-¿Donde es?- preguntó Laura.

-En la Calle A.

-¿Calle A?

-Eso ponía la servilleta. Supongo que hará esquina con la Calle B -respondió Lucía riéndose.

-¿Cómo va a ser la Calle A? Ese imbécil se ha burlado de nosotras.

-No, la calle existe. Lo miré en Google ayer mismo al pensar lo mismo que tú ahora.

Laura pudo comprobarlo en cuanto el coche llegó a su destino. Calle A.

-Pues sí que se lo curran aquí poniendo nombres…

Llamaron insistentemente al número 3. Nadie respondía, una casa tan vacía como el pueblo a esas horas. Laura bordeó la casa, descubrió una ventana medio abierta, un poco alta. Saltó para agarrarse a ella y poder ver el interior. El olor la empujó al suelo sin haber podido enfocar algo en aquella oscuridad.

Corrió a por Lucía que, apoyada en su espalda y con la nariz cubierta con su propia camiseta, se asomó a la ventana. Usó la linterna de su móvil para ver el interior.

-Tenemos que entrar.

Nadie iba a poder decir que la puerta estaba cerrada, cuando con una simple patada floja se abrió lo suficiente.

-Estaba así.

Laura asintió

El aire eran moscas, un zumbido plano, que golpeaba la cara por mucho que se intentara mover con las manos.

Lucía encendió la luz de la casa, fue hacia la habitación del fondo sin mirar las demás estancias. No podía haber nadie ahí escondido, nadie vivo al menos.

En la pared, con los mismos colores, con la misma letra, de nuevo un «para siempre». En el suelo, caído, un cuchillo.

Sobre una cama que todavía goteaba sangre, abrazado a una capa roja; Lobo.